sábado, 10 de marzo de 2012

TEMAS PARA UNA FERIA DEL LIBRO

Según ofrecimos, presentamos nuestro desarrollo de los ejes temáticos correspondientes a los tres primeros días de la Feria Internacional del Libro de Venezuela 2012
Tema del sábado 10



LOS DERECHOS HUMANOS Y LA SOBERANÍA


1


Tardíamente llegamos en Venezuela a la investigación de las masivas violaciones de Derechos Humanos cometidas por la represión entre 1958 y 1998. En Argentina la Comisión Nacional sobre Desaparición de Personas, presidida por Ernesto Sábato, verificó 8.960 víctimas fatales de las dictaduras. En Chile la Comisión Nacional de Verdad y Reconciliación, contabilizó en su Informe Rettig que 2.279 personas fueron asesinadas por causas políticas entre 1973 y 1990. En Venezuela ha sido imposible hacer un conteo similar de nuestras bajas, que podrían llegar a diez mil. El artículo 143 de la Constitución Bolivariana garantiza a los ciudadanos el “acceso a los archivos y registros administrativos, sin perjuicio de los límites aceptables dentro de una sociedad democrática en materias relativas a seguridad interior y exterior, a investigación criminal y a la intimidad de la vida privada”. Pero los expedientes de cuerpos represivos y tribunales permanecen sellados, hasta para víctimas o deudos. Sobre esas décadas de resistencia popular perduran innumerables testimonios aislados, casi siempre memorias de sobrevivientes como la contundente TO3, campamento antiguerrillero, de Efraín Labana Cordero, recogida por Freddy Balzán. En otras oportunidades investigadores con coraje han profundizado sobre hechos que las autoridades pretendían ocultar, como en Expediente Negro, de José Vicente Rangel, sobre la desaparición forzosa del profesor Alberto Lovera. Agotaría el espacio de este texto citar sólo parcialmente esta bibliografía del dolor venezolano. No existe una obra general y pormenorizada sobre el tema, salvo la monumental La lucha Social y la lucha armada en Venezuela 1958-1998, de Elia Oliveros, cuya edición se retrasa inexplicablemente. La reciente promulgación de la Ley contra el Olvido es un paso gigantesco para el triunfo de la memoria histórica y de la justicia.


Pues urge que Venezuela recupere la soberana potestad de investigar y juzgar violaciones contra los Derechos Humanos y crímenes de lesa humanidad, antes de que las potencias imperiales la confisquen para usarla contra nosotros.


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Pues en efecto, entre 1958 y 1998 los poderes hegemónicos ejecutaron en Venezuela masivas violaciones de Derechos Humanos que luego trataron de ocultar y de dejar impunes. Se inaugura el período con el coletazo de la represión de la dictadura neopositivista de Marcos Pérez Jiménez. El pueblo la derroca en busca de democracia política, social y económica. Las fuerzas políticas institucionalizadas suscriben el Pacto de Punto Fijo, que limita el debate a planchas y candidaturas, adopta un programa único, y excluye socialistas y comunistas. Los poderes constituidos aplicarán las más duras técnicas de represión para evitar durante cuatro décadas que el pueblo avance de una democracia formal a otra económica y social. Una coerción frontal desarticula el auge de masas de los años sesenta.


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Así como los árbitros foráneos del CIADI intentan decidir sobre nuestros contratos de interés público, cortes de magistrados extranjeros pretenden sentenciar sobre nuestros Derechos Humanos, con resultados desastrosos ¿Qué hizo la Comisión Interamericana por los Derechos Humanos (CIDH) de Washington sobre Venezuela durante las décadas sangrientas entre 1969 y 1998, cuando hubo campos de concentración y masacres como las de Cantaura, Yumare y el Caracazo? Tramitó apenas 4 casos, uno de ellos incoado por el terrorista Posada Carriles ¿Y cuantos tramitó entre 1999 y 2011? 69 casos. En sólo una década, durante la cual Venezuela ha hecho los más grandes esfuerzos de su historia por salvaguardar los Derechos Humanos, la CIDH ha tramitado veintisiete veces más casos contra ella que en las tres décadas anteriores. Los números hablan. En este caso, gritan su prejuicio contra nuestro país.


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La CIDH tramita casos para someterlos a la Corte Interamericana de Derechos Humanos. El prontuario de ésta no es mejor. Entre 1981 y 1998 resolvió sólo 1 caso contra Venezuela, el de la masacre de El Amparo. Pero entre 1999 y 2011 sentenció 13 y tramita 11 más: en total 23 casos contra nuestro país en una sola década. Ni la CIDH ni la Corte adoptaron la menor medida ante el golpe del 11 de abril de 2002.


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¿Con qué criterios juzgan y condenan a Venezuela estos organismos extranjeros? En su Informe para el Examen Periódico Universal, la CIDH nos acusa en 233 párrafos. En 205 trata sobre casos en los cuales no se han agotado los recursos internos, por lo que no se los puede llevar ante la jurisdicción externa. En 225 no precisa hechos tales como nombres, fechas, lugares ni otros datos indispensables para que una acusación sea admitida. En 182 casos, juzga sobre suposiciones de hechos futuros e inciertos, que “podrían” acontecer. En la casi totalidad, se funda en rumores o recortes de prensa, que ningún tribunal digno de tal nombre puede acoger como prueba. Hasta se digna vetar proyectos de leyes, cuya sanción depende única y exclusivamente de la soberana voluntad popular, y no de una oficina de Washington. Con estos criterios nos catalogan, junto a Colombia, Honduras y Haití, entre los países que presentarían “situaciones que afecten seria y gravemente el goce y disfrute de los derechos fundamentales”. En dicha categoría no colocan a México, Brasil ni a Estados Unidos.


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¿Pueden dañar sentencias de organismos extranjeros a nuestro país? Como coartada para el golpe del 11 de abril, el dictador Carmona Estanga alegó que “que nunca como en estos últimos tres años los organismos interamericanos de protección de Derechos Humanos han recibido tantas denuncias fundadas de violación de los mismos”. Una tal Liga Libia por los Derechos Humanos consignó ante el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas falsas acusaciones de bombardeos de Kadafi contra la población civil. Siguió la instantánea orden de detención contra éste y el diluvio de bombas de la OTAN que asesinó 60.000 civiles. A instancias del terrorista Thor Halvorsen –uno de los que a principios de los noventa colocaron bombas para hacer bajar la Bolsa de Caracas- la Corte Interamericana acaba de contradecir la decisión venezolana que inhabilita a un corrupto para participar en elecciones. Igual podría pretender inhabilitar a quien gane los comicios del 2012, o decidir quién los ganó. Cada vez que encarcelemos un delincuente, esas Cortes lo liberarán. Adivinen ustedes cómo decidiría ese Juzgado una acusación de fraude electoral, o cómo sentenciaría el Tribunal Penal de La Haya la acusación contra el Presidente constitucional de Venezuela con la que amenaza la oposición. Quien sentencia puede anular los actos de los demás poderes o deponer a sus titulares. Un país cuyo Poder Judicial es ejercido por órganos foráneos no es soberano, vale decir, no es independiente.


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¿Cómo se atribuyen comisiones y cortes extranjeras el inconstitucional poder de juzgar a los venezolanos? A veces de manera imprudente nos ponemos en sus manos suscribiendo tratados y acuerdos que parecerían ceder nuestra soberana e irrenunciable potestad de ejercer el Poder Judicial. Una interpretación mal intencionada del artículo 23 de la Constitución aparentaría atribuir a dichos tratados, pactos y convenciones relativos a derechos humanos jerarquía constitucional y prevalencia en el orden interno. Pero mal puede revestir rango constitucional algo que, a diferencia de la propia Constitución, no ha sido sancionado por referendo popular. Por otra parte, la Sala Constitucional del Tribunal Supremo de Justicia en sentencia de 15 de julio de 2003 se ha pronunciado con claridad meridiana en el sentido de que decisiones de órganos jurisdiccionales extranjeros no son aplicables en Venezuela si violan la Constitución: “Planteado así, ni los fallos, laudos, dictámenes u otros actos de igual entidad, podrán ejecutarse penal o civilmente en el país, si son violatorios de la Constitución, por lo que por esta vía (la sentencia) no podrían proyectarse en el país, normas contenidas en Tratados, Convenios o Pactos sobre Derechos Humanos que colidiesen con la Constitución o sus Principios rectores”. Si los fallos de cortes extranjeras que violen nuestro ordenamiento no son aplicables, no tenemos que empezar por someternos a sus veredictos. Debemos denunciar los tratados que aparentemente nos sujetan a ellos, y cortar por lo sano retirándonos del sistema Interamericano de la OEA, que hasta el presente ha servido fundamentalmente para convalidar dictaduras de derecha y legitimar intervenciones imperiales. Venezuela es soberana, y punto.










Tema del domingo 11-3-2012


NARRATIVA CONTEMPORÁNEA DE AMÉRICA LATINA Y EL CARIBE


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Literatura, voz perdurable de una comunidad. La gran obra impone un idioma, y éste configura culturalmente a la nación. La Divina Comedia hace evidente a Italia, así como el Quijote convierte en irrefutable a España. Creer en una literatura latinoamericana es postular la nación de América Latina. Pero así como Nuestra América está dividida por fronteras postizas, nuestra literatura está escindida en las repúblicas ilusorias de los temas y los géneros. Exploremos este continente mediante la precaria brújula de más de dos centenares de obras concursantes en el Premio Internacional de Novela Rómulo Gallegos el año 2007.


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Idiomas y pueblos tienen raíces compartidas. La comunidad originaria se reúne alrededor del mito; la nación en torno de la Historia. Toda meditación sobre el origen es también constitución del Ser. La novela histórica reinventa el pasado mediante los prejuicios del presente para definir un Yo. Reescribimos la Historia para hurgar en la herida todavía abierta de la Conquista, como la venezolana Mercedes Franco en Crónica Caribana. El colombiano William Ospina en Ursúa, el mexicano Jorge Galván en El hierro y la pólvora. Reinventamos la historia para resucitar próceres inmortales: el venezolano Angel Miguel Rengifo rememora a un americano universal en Miranda el hijo del mulato; su compatriota Eduardo Sevillano se ocupa de otro en El niño Sol de la Negra Hipólita; el boliviano Rocha Monroy recuenta en clave más histórica que narrativa la epopeya de Antonio José de Sucre en ¡Qué sólos se quedan los muertos! ; el mexicano Pedro Ángel Palou reescribe la biografía del legendario Zapata en clave narrativa y con lenguaje denso, hiriente y desgarrador; el venezolano José León Tapia renueva los Tiempos de Arévalo Cedeño con el calendario de la crónica y el reloj de la tradición oral. Corregimos la Historia para enderezar los entuertos de las derrotas: la cubana Marta Rojas, en Inglesa por un año, narra morosamente las incidencias de la ocupación inglesa en su patria; el mexicano Ignacio Solares, en La invasión, reconstruye el zarpazo imperial que despojó a México de más de la mitad de su territorio; y su compatriota David Toscana, en su deslumbrante El ejército iluminado, recluta un puñado de inadaptados para invadir Estados Unidos y recuperar Texas armados sólo con la esperanza.


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Despertarse del diluvio de sangre de la Historia es aflorar en el torrente del idioma. Desde los años sesenta del siglo XX, el castellano de América se regocijó en los vertiginosos juegos del adolescente que proclama su autonomía. Redimir el ser era reinstalarse en los Paraísos del Lenguaje. La postmodernidad desfolió este Edén, pero todavía algunos sentimos el verbo como un goce. Aún el lenguaje adquiere visos de protagonista en Salvador Golomón, del cubano Alexis Díaz Pimienta, donde comentarios eruditos sobre un autor imaginario se entretejen con ejercicios de estilo. O el arcaísmo reviste una elegancia barroca, casi erótica en los dejos y enzarzamientos de La visita de la Infanta, de su compatriota Reinaldo Montero. O el modo de narrar configura casi un idioma propio, autárquico, deleitable en su secreta complicidad, como sucede en De los míos Caribes, del venezolano zuliano César Chirinos. Destaco que la mayoría de estas narrativas transcurren en el alucinatorio vórtice del Caribe. En otras obras las búsquedas formales son menos evidentes. Pero la forma es lo que distingue a la literatura del mero inventario. Quizá procedimientos como la diversidad de voces o de texturas textuales, que antes suscitaron escándalo, ya no espantan ni desorientan. Sólo se discute si construyen una determinada narración o la destruyen.


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Lo que mañana será Historia es hoy confrontación social. Sólo colectivamente superamos las barreras temporales y clasistas. Nuestra realidad parecería haber escrito argumentos sólo superables mediante el modo de contarlos. De allí que las epopeyas sobre la contemporaneidad sean narradas mediante una prosa que aplica todos los recursos ficcionales: exploración interna de los personajes, diversidad de puntos de vista, habla coloquial, comentario vivencial y compromiso humano más que doctrinario o partidista . El traumático asesinado de Gaitán es recontado por los colombianos Arturo Alape en El cadáver insepulto y por Miguel Torres en El crimen del siglo, con estrategias de crónica, reportaje, indagación. y hasta monólogo interior. La mexicana Helena Poniatovska investiga laboriosamente las luchas sindicales de los ferrocarrileros para crear un relato atemporal, El tren pasa primero, una novela coral con centenares de personajes, todos profundos, ninguno previsible, tan cargada de crispación política como de tensión poética, signada por la relación de amor y odio entre el hombre y sus instrumentos de trabajo, construida con una prosa como las maquinarias que describe: escueta, funcional, rítmica, poderosa, mantenida por el aporte de millares de vidas para facilitar la comunicación entre los hombres. “Imposible desvivir lo vivido, imposible revivir el pasado, imposible ser otro”, resume la autora en un párrafo final que cierra y abre todas las vías de la vida.


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La confrontación de clases traza la frontera de la violencia. Toda una retórica jurídica y a veces literaria excluye y execra a los oprimidos describiéndolos como simple marginalidad hundida en la violencia irrecuperable. El colombiano Oscar Collazos en Rencor pinta una Cartagena muy distinta de la turística, a través de la confesión de una mulata violada por el padre, prostituida y sometida a todas las violencias de la miseria y la explotación. En Bengala, el venezolano Israel Centeno narra una bohemia que se confunde con la delincuencia y el parasitismo. Rafael Ramírez Heredia en La Esquina de los Ojos Rojos retrata el México profundo como cotidiana batalla entre sicarios, adictos, policías, pero redime tantas simplificadas visiones tremendistas revelando la poesía del graffiti, de los rumores del barrio, de la mitología de los pandilleros, de la religiosidad popular. A veces la confrontación social se desenmascara como guerra civil. El peruano Alonso Cueto denuncia en La hora azul la imposición del neoliberalismo mediante el terrorismo de Estado. El mexicano José Agustín, que inicia su carrera con intimistas novelas de aprendizaje, incursiona en la violencia policíaca con Armablanca. El venezolano Eloy Yague Jarque cuenta en Cuando amas debes partir la epopeya de un comunicador que sólo toca el fondo de su barranco existencial en el abismo del 27 de febrero. El mexicano Martín Solares teje una asfixiante trama de corrupción, brutalidad policial y tráfico de drogas en Los minutos negros, esos cinco minutos que oscurecen en la existencia de cada hombre. En Nuestra América decir novela policíaca es decir novela negra y narrativa de la violencia política y social en La Esquina de los Ojos Rojos o de la corrupción. Y a pesar de ello hay relatos de la nostalgia, de la intimidad, del exilio y de la maravilla.


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Si se es, y qué se es, son las preguntas más trascendentes que se formulan un individuo y una colectividad. América Latina y el Caribe las contestan desarrollando paralelamente con la épica otra escritura personal, sobre las epopeyas mínimas del Yo. Toda persona germina a partir de un niño. Todo niño nace por la elección del héroe que emula. Narrar la infancia es resucitar sus ídolos. El chileno Hernán Rivera Letelier en El fantasista, revive a un malabarista del balón que rescata el orgullo de un pueblo pampeano. El uruguayo Guillermo Álvarez Castro en La celebración escribe sobre párvulos que entronizan a Clark Gable y Gregory Peck; su connacional Mauricio Rosencof en El barrio era una fiesta rememora a los mocosos que veneraban a El Negro de la Mirada y a un ex brigadista de la guerra española. A veces, la infancia es la familia y los recuerdos familiares. En Tres lindas cubanas el mexicano Gonzalo Celorio reconstruye la de sus antepasadas antillanas y con prosa resplandeciente vuelve a la vida el universo mínimo y a la vez desmesurado de la crónica de los seres queridos. Díme a quién admiras, te diré qué serás.


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La construcción de la persona parte de la deconstrucción de un ídolo o de una épica. Tres venezolanos acometen esta empresa existencial. Carlos Noguera vuelve a los recuerdos de la violencia de los años sesenta en Los cristales de la noche, compleja novela coral con claves, que transfigura la derrota política en la victoria de la creación de personajes que devienen personas. La venezolana Judith Gerendas culmina igual hazaña en La balada del bajista a partir de la muerte de un personaje, y de esa segunda identidad que es la familia. Desvinculado de su circunstancia o su historia, el yo se confunde con la nada. En Nocturama, Ana Teresa Torres narra a un escritor que inventa a Ulises Zero, personaje sin memoria que despierta en una ciudad sin nombre. Del aposento contiguo al del relato personal asoma su cabeza desenfadadamente la narrativa epiceno, como la que se extiende sobre los devaneos de un intelectual con la tentación ambigua en Fruta verde, del mexicano Enrique Serna, o la de su compatriota Ana Clavel, que en Cuerpo náufrago presenta una dama que despierta convertida en varón y emprende un conturbador recorrido por el mundo de los mingitorios, de los fetiches, de las imágenes amenazantes del sexo. A semejanza de la epopeya social, toda narrativa personal debate si la identidad es construcción o predestinación, instinto o aprendizaje.


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Quizá el pez sólo es consciente del agua cuando ésta le falta. En América Latina todos los caminos llevan al exilio. Así Andres Blanque en Atlántico, se ocupa de un pianista que oye voces en Europa, de idilios europeos de la protagonista. Marisa Silva Schultze en Apenas diez, recorre peripecias de una decena de uruguayos en éxodo. Wendy Guerra en Todos se van, sustituye con un perfecto padrastro nórdico al padre cubano borracho y feo. Alexis Díaz Pimienta otorga también a personajes de Salvador Golomón su anhelado billete para el Viejo Mundo. Romances, galanes y desenfrenos parecen facturados en los talleres de la novela rosa o las agencias del turismo sexual. Apenas Santiago Gamboa en El síndrome de Ulises consigna una narrativa dura y fluída sobre las amarguras de estudiantes y expatriados en el exterior. Horacio Oliveira sólo encontró en Europa la necesidad de recuperar América. Algunos exiliados literarios ni siquiera eso.


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Peregrinan más allá del exilio las narrativas donde no son los personajes sino los autores quienes se enfrentan a realidades exóticas. Jorge Volpi en No será la tierra compendia accidentes nucleares y calamidades de la burocracia soviética. El ruso nacionalizado chileno Alexander Tolush en Discursos de la carne relata los paralelos derrumbes de un coronel de confianza de Gorbachov y del mundo soviético. El mexicano Ignacio Padilla en La gruta del toscano indaga sobre el sherpa Pasang Nuru que ve llegar las expediciones hacia el Himalaya y hacia una caverna que tal vez conecta con el infinito. Alguna vez dije que Borges se revelaba latinoamericano en su devoción por la quincalla exótica. Sólo desde el Nuevo Mundo se puede encontrar fascinante al Viejo.


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Pero el escritor se exilia también en las escrituras sobre la escritura. El venezolano Milto Quero Arévalo en Corrector de estilo, traba una relación entre una dama que escribe y quien la enmienda. Su compatriota Ayari de la Cruz Pérez, en Mi querido Pablo, incorpora descripciones morosas del proceso de escritura. La mexicana Carmen Boullosa, en La novela perfecta, fantasea sobre el escritor que intenta crear el texto impecable mediante un instrumento informático que traduce directamente la imaginación en realidad. Otra vuelta de la tuerca da la literatura con relatos donde los escritores reales devienen personajes. El puertorriqueño Luis López Nieves lanza una investigación en torno de El corazón de Voltaire, en la cual se suceden intrigas para dar con el paradero de los restos perecederos de una de las luminarias del Siglo de las Luces. El venezolano Ugo Ulive, en Las cenizas de Marx, inventa una pesquisa sobre el paradero de los restos del Fénix de nuestro tiempo.


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Más allá de los confines de la Historia, de los paraísos verbales, de la violencia, de los exilios, pero colindante con ellos, está la patria de la tensión poética, de novelas que prodigiosamente se sostienen sobre la invención de criaturas encantadas y encantadoras que ascienden impulsadas por la levedad del lenguaje. Un gigante puede ser perseguido por un lobo que habla latín y que da paso misteriosamente a una bella muchacha en La batalla del calentamiento, del argentino Marcelo Figueras. Todo un mundo fantástico centrado en la simbología de la espiral y en la mecánica de la subjetividad crea sus propias leyes en Nueve veces el asombro, del mexicano Alberto Ruy Sánchez. Su compatriota Bárbara Jacobs saca de la nada seres con la inocencia de animales, animales con la pasión de seres y adjetivos tan vivos como ellos en Florencia y Ruiseñor. La venezolana Stefania Mosca convierte el mundo y la literatura en tierna acrobacia en El circo de Ferdinand. No son regresos a la infancia personal, sino avanzadas hacia el Reino de la Libertad, del cual todos fuimos, somos, seremos ciudadanos.


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Preguntarse sobre el Ser construye la identidad; interrogarse sobre el No Ser constituye la Filosofía. La narrativa no es más que intento de traducir ambas interrogantes en vivencias.


Una muestra no representa quizá más que el azar. He mencionado la diversidad de nacionalidades sólo para destacar la coincidencia de asuntos y tratamientos. A través de ellos evidenciamos analogías con la realidad latinoamericana y caribeña: certidumbre de un pasado común, incesante redescubrimiento de lo propio, pluralidad de voces, conciencia de conflictos en proceso, pasión, dolor compartido ante una frustración que se siente como vivencia continental, tensión entre la pertenencia y el desarraigo, incesante elaboración de universos poéticos, conciencia de amenaza latente, sentimiento de un yo en perpetua construcción y deconstrucción, vocación de perdurar. Así el colombiano Jorge Franco en Melodrama, se centra sobre la peripecia del enfermo ante un pronóstico fatal. Su compatriota Ricardo Maneiro, en Noches (de San Bernardo a San Ivón), arranca con la narración de un infarto, se complace en las incidencias de la agonía y del parto, y culmina con la muerte de una abuela. Dos frases pungentes cierran La enfermedad, novela del venezolano Alberto Barrera Tiszka sobre una agonía clínica diagnosticada: “¿A qué saben las últimas palabras?” y “No dejes que muera en silencio”. Toda palabra aspira a la eternidad. Sobre Nuestra América han dictado las potencias sentencia de muerte. Cada voz suya puede ser la última. Pero no callará, y vivirá mientras hable.






Tema del lunes 12-3-2012


MANUELA SAENZ: LA LIBERACIÓN DE LA MUJER


El 16 de junio de 1822 los patriotas entran triunfalmente a Quito. Una joven lanza una corona de rosas al caballo del Libertador, y le acierta al jinete en el pecho. Bolívar saluda con su sombrero pavonado, y después comenta sonriente: «Señora: si mis soldados tuvieran su puntería, ya habríamos ganado la guerra a España».






Con esta escena, que pareciera inventada por Stendhal, cierta historiografía quiso reducir la relación de Bolívar y Manuela Sáenz a la del héroe galante y la admiradora apasionada. Pero en la recepción que sigue Manuela le discute de estrategias militares, Bolívar le cita en perfecto latín a Virgilio y Horacio, ella le recita a Tácito y Plutarco, y anota que “no sólo admiraba mi belleza sino también mi inteligencia”. Bolívar es más que guerrero; Manuela, mucho más que el reposo del guerrero.


No es por casualidad que los tres seres más cercanos al afecto de Bolívar fueran una esclava, un pedagogo sin padres conocidos y una mujer liberada. Hija ilegítima, de colegio de monjas en colegio de monjas Manuela pasó en 1817 a casada en Lima con el maduro médico James Thorne, de allí a militante de la emancipación y conspiradora que logra que el batallón realista “Numancia” adhiera a la causa patriota. Tras tomar Lima en 1821, el general San Martín la honra con el título de Caballeresa de la Orden del Sol del Perú. En 1822 participa por cuenta propia en tareas de apoyo, socorro y los heridos e inteligencia en la batalla de Pichincha. El año inmediato, disuelve un motín en Quito. De no haber conocido al Libertador, Manuela hubiera entrado en la Historia por derecho propio. Pero Dios los cría y ellos se juntan. El amor une a Manuela y Bolívar en esa pasión de cuerpo e intelecto llamada Revolución. Manuela lo ama porque lo entiende: “Me di perfecta cuenta que en este señor hay una gran necesidad de cariño; es fuerte, pero débil en su interior de él, de su alma, en donde anida un deseo incontenible de amor”.


Bolívar le consulta sobre el general San Martín: “¿Sabe usted, señora, con qué elementos puedo, de su intuición de usted, convencer a este señor general, para que salga del país sin alboroto, desistiendo de su aventura temeraria de anexar Guayaquil al Perú?” Manuela es amiga íntima de Rosita Campuzano, dilecta de San Martín, y hace de él un retrato que es decisivo para el curso de la Entrevista de Guayaquil, que se celebra en mayo de 1822 (Diario de Paita, 192).


El ejército libertador vuela con las alas del ideal republicano y se arrastra con el menudo paso de las intrigas locales. En esta intrincada madeja Manuela ve y juzga lo que la abstracción intelectual no penetra o no quiere reconocer. Advierte que Francisco de Paula Santander es opuesto a la campaña de liberación del Perú y que sólo espera a que Bolívar pase a ese país para hacer que el Congreso lo desautorice y lo deje desamparado y sin pertrechos en territorio hostil. Manuela le aconseja que date sus cartas como si todavía estuviera en territorio grancolombiano. Cuando a pesar de ello los libertadores quedan librados a sí mismos, apunta que “inmediatamente remedié con un consejo de lo necesario que era para ese momento; y con todos los poderes de los cuales Simón fue investido, comenzar a solucionar todos los problemas de organización, de avituallamiento, de pagos a los soldados, de permisos, de reclutamiento, etc. etc.” Y añade: “Juntos movilizamos pueblos enteros a favor de la revolución de la Patria. Mujeres cosiendo uniformes, otras tiñendo lienzos de paños para confeccionarlos, y lonas para morrales. A los niños los arengaba y les pedíamos trajeran hierros viejos, hojalatas, para dundir y hacer escopetas o cañones; clavos, herraduras, etc. Bueno, yo era una comisaria de guerra que no descansó nunca hasta ver el final de todo”(Diario de Paita, 197-199). Y así se liberó el Perú, y se emancipó América.


Si el amor acompaña la pasión revolucionaria, no la sustituye. Como confiesa a Luis Perú de La Croix el Libertador, que era tan puntilloso en no favorecer parientes ni allegados: “¿No ve usted? ¡Carajos! De mujer casada a Húzar, secretaria y guardián celoso de los archivos y correspondencia confidencial personal mía. De batalla en batalla, a teniente, capitán y por último, se lo gana con el arrojo de su valentía, que mis generales atónitos veían; ¡coronel! ¿Y qué tiene que ver el amor en todo esto? Nada.” Había intentado desafiarla describiéndole las durezas de la campaña venidera: “¿A que no te apuntas? Nos espera una llanura que la Providencia nos dispone para el triunfo.¡Junín! ¿Qué tal?” Y la Caballeresa contesta: “¿Qué piensa usted de mí! Usted siempre me ha dicho que tengo más pantalones que cualquiera de sus oficiales, ¿o no?” Y por su participación en Junín, “visto su coraje y valentía de usted”, Bolívar le otorga “el grado de Capitán de Húzares; encomendándole a usted las actividades económicas y estratégicas de su regimiento, siendo su máxima autoridad en cuanto tenga que ver con la atención a los hospitales”. También le encomienda “hacerme llegar informes minuciosos de todo pormenor, que ninguno de mis generales me haría saber”. Por momentos Bolívar ve con los ojos de Manuela, que son los del amor y los de la inteligencia.


Bolívar se crece en las dificultades, Manuelita en las separaciones. Sola se va para Ayacucho, bajo las órdenes de Sucre, y al recibir la carta de éste, Bolívar le reconviene que “mi orden, de que te conservaras al margen de cualquier encuentro peligroso con el enemigo, no fuera cumplida”. Pero la Caballeresa ha combatido y vencido, y su enamorado le manifiesta que “recojo orgulloso para mi corazón, el estandarte de tu arrojo, para nombrarte como se me pide: Coronel del ejército colombiano”.


Manuela cuida la salud del Libertador pero toma constantemente la temperatura de la fiebre de la pequeñez de los libertados. A veces acierta donde el guerrero se confía. El 26 de marzo de 1828 Bolívar le escribe desde Bogotá: “Gracias doy a la Providencia por tenerte a ti, compañera fiel. Tus consejos son consentidos por mis obligaciones, tuyos son todos mis afectos. Lo que estimas sobre los generales del Grupo “P” (Paula, Padilla, Páez) no debe incomodarte; deja para las preocupaciones de este viejo, todas tus dudas”. El 7 de agosto Manuela confirma: “Tengo a la mano todas las pistas que me han guiado a serias conclusiones de la bajeza en que ha incurrido Santander, y los otros, en prepararle a usted un atentado. Horror de los hororres, usted no me escucha, piensa que sólo soy mujer”. Pero en septiembre de ese año estalla en Bogotá un intento de asesinato contra Bolívar promovido por Francisco de Paula Santander. Los conjurados entran a sangre y fuego en los aposentos del Libertador, quien hace armas. Manuela lo convence de que escape por un balcón y enfrenta ella a los asesinos, para confundirlos. Tras una noche de pesadilla, las milicias aclaman a Bolívar, éste sale a comandarlas. El 2 de octubre de 1830, tras despedirse del poder, se despide de su amor: “Donde te halles, allí mi alma hallará el alivio de tu presencia aunque lejana. Si no tengo a mi Manuela ¡No tengo nada!”


La muerte de Bolívar camino del exilio el 17 de diciembre de 1830 es también la de la Gran Colombia, que rápidamente se desintegra, y un poco la de Manuela, a quien expulsan de la Nueva Granada. Sobrevive a duras penas en Jamaica, de donde vuelve a Guaranda, en Ecuador, para intentar inútilmente cobrar la herencia de su padre. En 1835 el presidente de Ecuador, Vicente Rocafuerte, decide que “por el carácter, talentos, vicios, ambición y prostitución de Manuela Sáenz, debe hacérsele salir del territorio ecuatoriano, para evitar que reanime la llama revolucionaria”. En lo último está completamente acertado. Quien sacrificó su vida por la libertad de los dos países, ahora no encuentra acogida en ninguno.


La peregrina debe huir al Perú, donde se instala en Paita, puerto apenas frecuentado por balleneros y por celebridades que acuden de los confines del mundo a conversar con la Caballeresa, que sobrevive traduciendo correspondencias del inglés, preparando conservas, haciendo cadenetas y encajes, atendiendo enfermos y parturientas con la condición de que sus niños se llamen Simón. Herman Melville, tripulante de un ballenero, acopia las experiencias que le depararán sitial inconmovible en la literatura universal. Giuseppe Garibaldi escribirá después que: “Doña Manuelita de Saenz era la más graciosa y amable matrona que nunca yo haya conocido; ella había sido la amante de Simón Bolívar, y conocía las más menudas circunstancias de la vida de este gran Libertador de América del Sur, cuya vida entera, consagrada a la emancipación de su país, junto a sus grandes virtudes, no lo salvaron del acoso de la envidia y del jesuitismo de sus coterráneos, que le amargaron los últimos días”. Simón Rodríguez conversa largamente y parte para no volver, dirigiéndole la más desgarradora de las despedidas: “Dos soledades no pueden hacerse compañía”.


En 1856 un brote de difteria azota Paita. Manuela va para el cementerio, las autoridades ordenan quemar su casa por razones sanitarias, y el general Antonio de la Guerra entra en el incendio y salva un cofre lleno de papeles chamuscados y recuerdos. Los restos de Manuela se pierden. Escribirá después Neruda: “Y no sabían dónde/ falleció Manuelita/ Ni cuál era su casa/ ni dónde estaba ahora/ El polvo de sus huesos”.


El 5 de julio de 2010 los restos simbólicos de Manuelita Sáenz se encuentran con los de Simón Bolívar en el Panteón Nacional de Caracas. Siempre hemos sabido dónde estaban: esas cenizas son el continente que pisamos. Ni la libertad que sembraron ni la pasión que sintieron se han extinguido. Como dijo Quevedo en “Amor constante más allá de la muerte”: Polvo serán, mas polvo enamorado.


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